NEURÓNIKA

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¿Cómo escapar de la corriente continua de los Pixies? Los Pixies son crueles y elegantes. Emiliante dice que eso es puro pop con daño y Remo asiente.

dimanche 17 juin 2012

Jesús Llamas y la aventura ultramarina de los libros



[Texto para la presentación de la novela en el Ateneo de Albacete, abril de 2012]

La lectura de El hombre alado en la Atlántida-cuya sugerente portada se debe a la mano del pintor José Jiménez Soler- es sencilla y tranquila. Poco a poco, de la manera más ingenua, te ves envuelto en una trama que oscila entre lo real y lo fantástico, en un vaivén envolvente, con una naturalidad limpia y entusiasta. Da la sensación de que lo fantástico es una superación necesaria de lo real y que es necesario asistir a esa transición con los ojos muy abiertos. El hombre alado en la Atlántida es una novela juvenil, con sus aventuras, con su descubrimiento. En este sentido emparenta con lo mejor de Joan Manuel Gisbert, José María Merino, Laura Gallego, Eloy M. Cebrián o Luis Leante, por citar solo algunos nombres de quienes han llevado el género a lo más alto. En el fondo, late siempre ese espíritu aventurero, la nostalgia de aventura de Robert Louis Stevenson, Jack London o Alain Fournier. Con todo, esta novela no debe considerarse solo en los difíciles términos de la novela para jóvenes. Para empezar no hay una moralina, no hay “carnaza” como gusta decir Jesús Llamas. Esta historia puede y debe leerse desde las perspectivas de la recreación histórica, desde el pulso del cuento de hadas, desde el relato fantástico, desde el cuento infantil. Y es, además, muy sugerente a nivel crítico. Puesto que no voy a despedazar la novela, intentaré revelar solo lo justo. Lo primero que me sorprendió en El hombre alado en la Atlántida fue que esos delfines que llevan a Frank al fondo del océano me llevaban a mí a la Naturalis Historia de Plinio y a esas historias míticas y lúdicas de los seres imaginarios. Hay un bestiario delicioso en esta novela. Se podría decir que Jesús Llamas inventa su propia mitología. Esa abuela que lee el diario de a bordo, no es muy distinta de la Sherezade de Las mil y una noches. Ese grumete que escribe hace 500 años en su cuaderno de bitácora su diario bien podría ser el cronista de los Diarios de Colón o el Ismail de Moby Dick o el Robinson Crusoe de Daniel Defoe. Muy cerca se halla Harum y el mar de las historias de Salman Rushdie. Las dos historias paralelas que cumplen el relato confluyen en un objetivo final: borrar, desvanecer los límites entre vida y literatura, entre realidad y ficción, entre verdad y fabulación. El novelista es siempre ese gran fabulador, ese gran mentiroso. Su oficio consiste en tramar un mundo desigual, una realidad insolentemente nueva. En su papel de constructor del mundo, el novelista alza un hermoso castillo en el aire, imperecedero y altivo, en donde está ausente la muerte y donde todo es posibilidad. Para terminar, he de recordar que hay un hombre alado dentro de cada uno de nosotros, que solo hace falta dejarle abierta la ventana para que conquiste y reinvente la ciudad. He de recordar que la Atlántida no pertenece al reino de nunca jamás, ni al silencio de lo que pudo haber sido. La Atlántida flota de nuevo, como una isla deslumbrante, como una civilización eterna, más allá de Platón y de Francis Bacon, para devolvernos el tesoro interminable de la imaginación. A propósito de esta novela, recordaré también a Borges, que sabía muy bien que el libro es el tesoro más preciado del mundo y la extensión de nuestra imaginación y nuestra memoria. Es decir, de eso que perdemos y que nos roban a pasos agigantados: nuestra humanidad.

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