NEURÓNIKA

NEURÓNIKA
¿Cómo escapar de la corriente continua de los Pixies? Los Pixies son crueles y elegantes. Emiliante dice que eso es puro pop con daño y Remo asiente.

mardi 7 août 2012

La poesía y la honra de Antonio Rodríguez/ A. G. C.





El delicado sonido del trueno

Le robo este título -yo que soy sobre todo eso: un ladrón- a Débora Cerio, quien así llamó un estudio muy inteligente sobre los vínculos entre historia y filosofía en la obra de Walter Benjamin. ¿Quién puede decir que no sea delicado el trueno, que no fulja el relámpago en toda su violencia y nos revele en la oscuridad lo hermoso, lo furtivo y lo definitivo de su latigazo y su latido sin rumbo? La poesía es algo así: numen, daimón, latigazo, latrocinio, tormenta, oscuridad, fulgor, iridiscencia, historia, crimen, salvación. Escribir un poema es asesinar muy delicadamente. Antes y después del asesinato no hay poema: solo los preparativos de la fiesta o el resto, el escombro, la baba del mar que se pudre en la orilla, la rémora que se astilla en los acantilados. Cualquier poeta sabe que la única experiencia inconfesable es la experiencia del instante en que la palabra se deja caer en la página y te dice que llega para quedarse, que trae incienso, oro y mirra en su seno. Como la palabra de Antonio Rodríguez Jiménez.

Fue Adorno quien cuestionó en una frase lúcida y lapidaria el horrible del lugar de la poesía en el mundo: escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie. Con toda seguridad. Peor sería, sin embargo, no escribir poesía después de lo más negro de lo negro entre lo negro. Una esperanza de redención hay siempre en el poema, querido Theodor. Una luz se entrevé en los vanos y los umbrales del otro lado. Luz, luz y luz, por favor. Lo de Auschwitz es, posiblemente, el ejemplo más claro de la falta de poesía en el mundo. Lo que pasa ahora es hijo de esa misma escoria, y no voy a explicarlo. Nos hemos deshumanizado, inhumanizado, infrahumanizado casi absolutamente. Sí, me preocupa mi paga extra, pero me olvido de África. Los banqueros y los políticos se mean en mi cara y no sé con qué limpiarme. Lo hemos hecho todo a mordiscos, perfectos como arcoiris de odio.

Hoy, como entenderéis, es imprescindible el poeta. El Minotauro ha de vivir. Que no se atreva Teseo a degollarlo. Que la voz del poeta vuele sublime sobre la mustia pátina de este mundo caníbal y la rasgue y le inocule el veneno más fértil: palabra enamorada, maravillosa, verdadera, divina. Que la voz del poeta retumbe, dentro y más allá de las cloacas en que vivimos, con la rotundidad del trueno. Que sintamos en la piel el delicado rumor del poema, que viene a salvarnos.

La hermosura del héroe

El poeta cubano José Martí decía –con toda la propiedad con que un hombre puede decir- que “la poesía vive de honra”. Así, con tanta sencillez, con tanta ingenuidad. En muy pocas palabras Martí recoge la esencia del pensamiento poético de todos los tiempos, de William Blake a Lautréamont, de Horacio a César Vallejo. El poema es trascendencia, no sumisión. El poema es siempre algo más. Como palabra de la tribu, la palabra poética es el altar en que se cumplen y se honran las aspiraciones, los deseos, las inquietudes, los tiempos de la tribu. Entre los múltiples cristales con que la poesía nos deslumbra –belleza, intimidad, música de la naturaleza, inteligencia, exquisita sensibilidad, imagen del sueño…-, la ética ocupa un lugar propio. La poesía es ese hueco en que se rescata y se protege la hermosura moral del hombre. Así es la poesía de Antonio Rodríguez. Una poesía que se alimenta con la ética de un samurái, sensual e intelectual, prometeica y órfica, discreta y poderosa. El poeta nos regala en los hermosos versos de El camino de vuelta (Premio Arcipreste de Hita 2012, Pre-Textos, 2012) la única lucha digna de un hombre: buscar el secreto de la hermosura del héroe, rescatar a la princesa del lodo, vivir un prodigio, gozar la paz anterior a todo ruido, dejarse ir al son de todos los vientos, lejos, muy lejos. Una lucha clásica como una oda horaciana.

Poesía como la de Antonio Rodríguez nos defiende de ese asqueroso olvido de lo humano al que llamamos dinero o poder y nos salvaguarda de la superexposición a las miserias más clínicamente cínicas. Llamo, por tanto, ética a esta sublime necesidad suya –y nuestra– de huir de lo mediocre, lo adocenado y lo bestial, a la conciencia de estar restituyendo una verdad original, a la dicha en el conocimiento de uno mismo, que es el conocimiento del otro. Con el timbre incisivo del mirlo, contra “la insoportable estupidez del mundo”, Rodríguez canta y se acoge a la calma universal del que observa las estrellas y es mejor así. Esa es su revolución. Su honor es la construcción reservada, privada, secreta, de un mundo mejor, inédito y redondo en su maravilla. El honor -nos dice- es eso que ocurre cuando el tiempo juega su juego contra la barbarie, cuando palabras como “camino” y como “volver” se revelan como la mejor forma de regreso a la limpieza poética, a la antigua pulcritud, a la elegancia. “Ha querido la noche señalarte/ con el mágico don de la alegría”. Mejor que nadie sabe el poeta que Marco Aurelio espera cada noche a Amy Winehouse en la barra del mismo bar y que cada noche cantan juntos la canción que habla del otro mundo, del mundo mejor, del mundo que es caudal de hermosura, heroísmo, honra. Enhorabuena otra vez.



Nada puede usurparnos la belleza

Antonio Rodríguez Jiménez.


Hay caminos posibles que discurren
libres de oscuridad y de zozobra.
No han dejado jamás de sucederse
los dones de la vida, junto al gesto
que nos devuelve al barro, a lo que somos:
naturaleza ciega y esplendente.
Porque resplandecemos
sobre lo más abyecto y homicida.
Hasta en la destrucción es deslumbrante
esta estirpe dañina y creadora.
Y hay algo que perdura
por encima de siglos y catástrofes.
Aunque cubran oscuras amenazas
el horizonte, hay algo indestructible,
no lo muerden el tiempo ni el desgaste
que persiguen las huellas de los hombres.
Mientras alguien aliente en este mundo
y acumule palabras este aire,
nada puede usurparnos la belleza.