NEURÓNIKA

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¿Cómo escapar de la corriente continua de los Pixies? Los Pixies son crueles y elegantes. Emiliante dice que eso es puro pop con daño y Remo asiente.

mercredi 12 février 2014

SER HOMBRE CON LOS HOMBRES. EL RELATO HUMANO DE JOSÉ LUIS SAMPEDRO / A.G.C.

SER HOMBRE CON LOS HOMBRES. EL RELATO HUMANO DE JOSÉ LUIS SAMPEDRO Andrés García Cerdán (INTERVENCIÓN EN "EL LEGADO DE SAMPEDRO", Albacete, 11 febrero 2014) 1. HOMO SUM Dos adagios latinos orientan mis reflexiones de esta gran noche de febrero sobre la obra narrativa de José Luis Sampedro. Uno es aquel que, según Pausanias, coronaba el pronaos del templo de Apolo en Delfos: “Gnosce te ipsum” . El otro es la conocida sentencia del romano Terencio: “Homo sum: nihil humani a me alienum puto.” En estas dos sentencias hallamos las más extensas direcciones del pensamiento y el arte de todos los tiempos y todas las culturas, en un alto intento de respuesta a la pregunta “¿Qué es el hombre?”. El “conócete a ti mismo” nos conduce a los ámbitos de la literatura como conocimiento, como exploración existencial, moral e identitaria del hombre. En José Luis Sampedro, el conocimiento de uno mismo consiste, de forma medular, en conocer a los demás, comprender que pertenecemos a la misma naturaleza. Por su parte, la sentencia terenciana (“Soy un hombre: nada de lo humano considero ajeno a mí”) sitúa al hombre en el mundo y da cuenta de su interés por lo social, por lo común, por lo total humano. Nada humano puede ser ajeno al hombre que es hombre plenamente, a ese hombre ideal al que aspiran los humanistas del Renacimiento. Nada es menos ajeno al hombre, por lo tanto, que ese deseo irresistible de conocerse a sí mismo, que la conciencia de ser hombre entre los hombres y hombre con los hombres. Parece una obviedad lo que digo, pero no lo es si consideramos los tiempos de barbarie y de falta de humanidad que arrastramos desde hace centurias, exponencialmente agudizados en nuestro presente más inmediato. Hay un evidente abandono de lo humano en múltiples ámbitos de la humanidad: el hombre es esclavo, siervo, súbdito, vasallo y vejación y reducción a un número, a una estadística, a un producto de contabilidad mercantil. En conversación con Antonio Lucas, Sampedro se pronuncia: “Creo en el hombre, aunque no tanto en el mundo. Y estoy muy descontento de la sociedad en que vivo”. Un poco después añade: “No quiero decir que sea contrario al mercado, ni mucho menos. Pero sí lo soy a una sociedad mercantilizada como la nuestra. Aquí se mercantilizan hasta los afectos. Estamos entrando en un periodo de barbarie, como el que se daba en los últimos años del hundimiento del Imperio Romano. Y tenemos a los bárbaros dentro. Eso ha provocado una sociedad impulsada por el miedo. ¿No querían globalización? Pues esto es: el sistema de desarrollo resulta insostenible. Vivimos en el centro de un gran chantaje.” De ese gran chantaje, de esa barbarie, de este hobbesianismo vampírico contemporáneo son culpables en igual medida un sistema capitalista caníbal y sanguinario y un adormecimiento opiáceo cada vez más feroz, más cruel y más indolente. Este vampirismo de lo humano sobre lo humano no es menos responsabilidad de quienes nos quedamos sentados frente al televisor, inducidos al confort más injusto y más miserable. Culpable, quien comete el crimen y culpable, quien permite que ese crimen se cometa. En el principio era la palabra, pero también en el principio debería ser la acción. “Ser hombre con los hombres” dice José Luis Sampedro ya en La estatua de Adolfo Espejo, punto de partida apasionante de una trayectoria artística y vital que no hará sino expandirse hacia el otro, abrirse críticamente a los demás. Es clara en su obra y en su pensamiento esa dirección que va del yo al nosotros, en intención e intensidad crecientes, sin exclusiones de los extremos. Conocimiento de uno mismo y compromiso con el otro, expresión del individuo y comunicación con los demás señalan los rumbos inequívocos de su participación en el mundo y articulan su discurso literario. Sin duda, las raíces de la narrativa de José Luis Sampedro se hunden en los vastos dominios del humanismo. Es el ser humano el centro de sus intereses y la excusa perfecta de toda su obra. Sampedro inquiere en todas sus novelas y sus relatos la verdad de un hombre en construcción, en aprendizaje, en crecimiento (bildungsroman), la verdad de un hombre que ha de recuperar sus atributos, la verdad del hombre que se sabe distinto entre iguales y, sobre todo, la verdad del hombre que lucha de la mano de otros hombres para subyugar injusticia, latrocinio espiritual y material, ignominia, desprecio de la naturaleza y desamparo. En cada una de sus obras Sampedro nos recuerda aquello que del hombre esperaba el poeta José Ángel Valente: su capacidad para “salvar no inútilmente el mundo”, y lo hace esgrimiendo el amor y la palabra. 2. DESDE LA FRONTERA La obra narrativa de Sampedro (1917-2013) se acompasa con bastante acierto a los derroteros de la narrativa española del último siglo. Como marco teórico, una breve reseña de las ideas que expone en Desde la frontera, su discurso de entrada en la RAE, nos puede servir de umbral a las relaciones de su obra con la obra de los grandes narradores españoles. En las primeras palabras de Desde la frontera, Sampedro invoca a Pío Baroja como modelo de “hombre humilde y errante” y describe sus primeros pasos en la profesión como “escritor furtivo en unos cuantos relatos”, a la espera de que esa marginalidad le haya conferido a su obra algo de autenticidad. Con rotundidad se define como “hombre fronterizo” en el sentido del multiculturalismo en que se crió en Tánger, fuente de tolerancia, de perspectivas y de respeto por el otro. Fronterizo –insiste– en la convivencia posterior con mundos míticos (de “dioses de mármol” alzados sobre pedestales) y mundos cotidianos. Antes ha sido lector: “Tengo por seguro que la lectura como refugio, la literatura como mundo propio, se abren para mí en aquella etapa (en Cihuela, Soria)...” Es, sin embargo, en sus tiempos de Aranjuez cuando empieza a imaginarse escritor como forma de manifestar ese “fronterismo” y esa permeabilidad. Y describe las fronteras: sus destinos en las aduanas (como Herman Melville, el aduanero, autor de Moby Dick), fronteras de la piel, fronteras de las prohibiciones y las censuras conscientes e inconscientes, la civilización como estructura de fronteras… Su “interpretación fronteriza del mundo” le hace creer en las “infinitas dimensiones” de la realidad, que solo puede ser interpretada. El “cómo miras” será su punto maestro en la concepción de la literatura y la existencia. “En eso fundo la dignidad del hombre: en dar sentido humano a cuanto le sobreviene. En sí mismos los acontecimientos que nos caen encima –gozos o desventuras- son ajenos a lo humano. Los humanizamos nosotros en la actitud al recibirlos; en nuestra manera de aceptar las cosas las creamos o vestimos de humanidad.” (págs. 14-15, op. cit.) Fronteriza es también su concepción de la novela: “Con palabras se construyen las fronteras en el mundo de la literatura, donde se desenvuelve la novela, alzada sobre el filo mismo de la realidad y la ficción porque participa de ambas. Oponer lo novelesco a lo real (…) solo alcanza a ser una interpretación, pues la novela despliega la inapelable verdad de su autor, que la ha vivido al crearla, para que se haga verdad también en los lectores. Por eso los grandes personajes de ficción resultan más reales e influyen más en nosotros que muchos seres de carne y hueso.” (15, op. cit.). Insistiendo en la idea de frontera, culmina su explicación diciendo “que mi dios siempre ha sido Jano, el de un rostro a cada lado, el dios de las puertas y las arcadas, invocado en la antigua Roma antes que ningún otro numen, como supremo iniciador.” Habitante del tránsito, de la frontera, de la intersección, Sampedro criticará en todas sus novelas a los del centro, a los que “se aferran a la seguridad de la fijeza y lo establecido”, los que ven en la frontera amenaza y no invitación, ofrecimiento, movimiento, libertad, para finalmente recurrir a las palabras de Pablo Neruda: “No es hacia abajo ni hacia atrás la vida” (20). Frente al centro, la frontera y la periferia del pensamiento y la creación ofrecen ebullición, avance y vanguardia. Ese es el lugar desde el que levanta su edificio narrativo, de variedad e importancia indiscutibles, en un discurso que virará inevitablemente desde lo literario a lo vital y lo social Entre las novelas, hay que citar La estatua de Adolfo Espejo (1939) -no publicada hasta 1994-, La sombra de los días (1947) -no publicada hasta 1994-, Congreso en Estocolmo (1952) , El río que nos lleva (1961), El caballo desnudo (1970), Octubre, octubre (1981), La sonrisa etrusca (1985), La vieja sirena (1990), Real Sitio (1993), El amante lesbiano (2000), La senda del drago (2006), Cuarteto para un solista (2011) -escrita en colaboración con Olga Lucas- y Monte Sinaí (2012). Como colecciones de cuentos y relatos, Mar al fondo (1992) y Mientras la tierra gira (1993) brillan con luz propia. En el ensayo, son indispensables Escribir es vivir (2005) -libro autobiográfico escrito en colaboración con Olga Lucas-, La escritura necesaria (2006) -ensayo-diálogo sobre su obra novelística y su vida-, La ciencia y la vida (2008) -diálogo junto al cardiólogo Valentín Fuster ordenado por Olga Lucas- y Reacciona (2011). José Luis Sampedro ha sido siempre un escritor al margen de las tendencias. En cualquier caso, nunca en exceso pendiente de la última moda o los últimos éxitos. Su triunfo –se puede decir- radica en la contundencia de su posicionamiento ideológico, narrativo y vital ante las cosas que cuenta. Cómo mira, qué quiere decir más allá de lo que dice, qué se queda flotando en el aire de nuestra sensibilidad y nuestra conciencia, es importante en él. Esa intrusión, esa intersticialidad, esa marginalidad y esa autenticidad a la que aspira le han procurado evidentemente un aura de independencia necesaria. La escritura es necesaria, pero aun es más necesaria la escritura emancipada. Con todo, lejos de modelos y de grandes escuelas, en su obra se observan hallazgos, coincidencias, cercanías y simpatías con lo mejor de la novela española de su tiempo, de sus tiempos. Las grandes líneas de la novela de posguerra se inaugurarían con la novela del exilio, valiosa como testimonio y como afirmación, y con una novela evasiva o triunfalista, adicta al régimen y demasiado alejada de lo real. Una veta distinta abren en los años 40 las novelas que sirven una visión más crítica de la realidad: el tremendismo de La familia de Pascual Duarte de Camilo José Cela y la novela de carácter existencialista de Carmen Laforet, Nada, o Miguel Delibes. Sampedro, por su parte, no se ha pronunciado todavía de una manera decisiva: son sus años de aprendizaje de la novela y se muestra psicologista, intimista y descriptivo, con elocuentes valores de novelista, eso sí, pero sin entrar en las cuestiones más candentes de la actualidad española. En La estatua de Adolfo Espejo, por ejemplo, no alude en ningún momento a la guerra civil. Sí, sin embargo, a cuestiones fundamentales, universales, en relación con la personalidad o los valores en un mundo que es injusto muchas veces y que está todavía por hacer. Tampoco durante la década de los 50 hay una adscripción clara de Sampedro a la nueva estética dominante: el realismo social, ni al papel social que la novela ha de cumplir en la realidad, tal y como Cela, Torrente o Delibes o los jóvenes Rafael Sánchez Ferlosio, Ignacio Aldecoa, Jesús Fernández Santos, Juan García Hortelano, Juan Goytisolo, Luis Goytisolo, Carmen Martín Gaite o Ana María Matute predican directa o indirectamente. Este realismo de los años 50 oscila entre el criticismo de la denuncia explícita, el objetivismo o el neorrealismo, con un autor que se limita a describir hechos, actitudes, problemas, para que sea el lector el que extraiga su lección. Algo después en el tiempo, en el Sampedro de El río que nos lleva (1961) ya observamos a un protagonista colectivo, los gancheros, en el que, sin embargo, han de destacar individuos de agudo y fascinante perfil psicológico. A lo largo de esta novela río convivimos con los problemas contemporáneos: abusos de poder, analfabetismo, ecos dolorosos de una España dolorida, pobreza y miseria, en un discurso narrativo que recuerda la crudeza de La colmena o Los santos inocentes, la viveza y la cercanía de los diálogos de El Jarama de Sánchez Ferlosio, la denuncia poética y sugerente de Ignacio Aldecoa, o la imaginación social de Ana María Matute. El caballo desnudo (1970) insiste en esta tendencia crítica, paródica, costumbrista y satírica de su trabajo anterior, con la hipocresía, la moralina y el absurdo social, injusto y trepidante en su absurdez, como asunto central. Los años 60 y 70 presencian el agotamiento de las formas y las ideas del realismo social y la irrupción de nuevos modelos narrativos, inspirados en los grandes novelistas extranjeros del siglo (James Joyce, Franz Kafka, William Faulkner, Henry Miller…). Igualmente es señalable el realismo mágico, irracional, y la pujanza vanguardista de la novela hispanoamericana. Sampedro certifica, a su manera, con un nuevo giro de tuerca, su deuda con la nueva literatura y su propósito innovador en Octubre Octubre: ruptura del orden cronológico, fragmentación del relato, uso del monólogo interior, “corriente de conciencia”, inclusión de digresiones, polifonía, polirrelato… “¿Om?... ¿Som?... Si abro los ojos se borrará todo, huirá ese sueño, ¡y es revelador!, ¿shaman?, ¿semán?, tampoco era eso, ¡no dejar escapar mi arcano entrevisto!, asomó ya en otros sueños, se aparecía el mismo lugar pero nunca estalló en palabras, en ellos quiere decirme algo de mí, del fondo de mi pasado, ¿simán, simún?... ¡Simón, eso era! Seguro, Simón es… ¿qué?, escrutar mi destino en ese abismo, ahora, ahora, antes de que madame Mercier toque el timbre y ahuyente la visión, ¡ah! , ¡eso: !, así clamaba la voz, ¿qué Simón? Cuánto odio gritando la palabra !, ¿a quién odio así, quién me odia, a quién odia ese otro, el de mi fondo?, no es seguro Simón, pero no abrir los ojos” (15) En cualquier caso, más que una deuda inmediata con los escritores contemporáneos, en Sampedro da la sensación de que nos hallamos siempre como referentes a los grandes escritores y las grandes tendencias de la historia de la cultura y de la Literatura con mayúsculas. Se puede rastrear en su obra una línea que parte del Lazarillo de Tormes, alcanza un lugar exquisito en Cervantes, se agiliza en Galdós, Clarín o Emilia Pardo Bazán y se afianza, ya en el siglo XX, en la obra de Pío Baroja, Azorín, Ramón J. Sender, Camilo José Cela y los grandes novelistas de los últimos años: Carmen Laforet, Miguel Delibes, Rafael Sánchez Ferlosio, Juan Benet, Ana María Matute, Jorge Semprún, Luis Martín Santos, Juan Marsé, Antonio Muñoz Molina y Manuel Rivas. Por no hablar de la otra radiante y explosiva cara de la novela que es la novela hispanoamericana de los años 50, 60 y 70: Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Juan Rulfo, Ernesto Sábato, José Donoso o Juan Carlos Onetti, por citar a algunos. Entre todos ellos, con todos ellos, Sampedro instituye un frente de liberación del hombre por la palabra y desde la palabra, una reivindicación de la dignidad, la imaginación y la revolución social y existencial. El protagonista de las novelas del siglo XX –desgraciadamente la novela del siglo XXI español es triste y patética en su superficialidad- grita a los cuatro vientos su deseo de libertad y de humanidad. Al final, como quería Julio Cortázar, la mejor revolución no es otra que la imaginación. No puedo ser exhaustivo. Considero de gran interés La estatua de Adolfo Espejo, que constituye su primera tentativa seria en la novela, aunque permaneciese inédita casi 60 años. Su debut público en la novela acaecería con Congreso en Estocolmo (1952). Enseguida nos encontramos con uno de sus primeros hitos, El río que nos lleva (1961). Desde este punto se puede observar cómo Sampedro aúna en sus obras imperativo ético e imperativo estético, como predicaba Jean Paul Sartre. La literatura ha de unir a su dimensión estética (belleza, forma y ficción) el mandato crítico de la construcción del mundo. Éticamente, la novela es responsable para quienes escriben desde el medio siglo del destino del hombre y de la realidad, de la mejora de las instituciones sociales y espirituales en que nos desarrollamos como hombres. Esos son los derroteros por que camina la obra de Sampedro, sin olvidar nunca la mirada lúcida, empática, cervantina sobre los personajes. La sonrisa etrusca, Octubre Octubre, El amante lesbiano o La vieja sirena dan testimonio de esta actitud. Un ejemplo de La sonrisa etrusca: “¿Qué verá en esa estatua?», se pregunta el guardián. Y, como no comprende, no se atreve a retirarse por si de repente ocurre algo, ahí, esta mañana que comenzó como todas y ha resultado tan distinta. Pero tampoco se atreve a entrar, retenido por inexplicable respeto. Y continúa en la puerta mirando al viejo que, ajeno a su presencia, concentra su mirada en el sepulcro, sobre cuya tapa se reclina la pareja humana. La mujer, apoyada en su codo izquierdo, el cabello en dos trenzas cayendo sobre sus pechos, curva exquisitamente la mano derecha acercándola a sus labios pulposos. A su espalda el hombre, igualmente recostado, barba en punta bajo la boca faunesca, abarca el talle femenino con su brazo derecho. En ambos cuerpos el rojizo tono de la arcilla quiere delatar un trasfondo sanguíneo invulnerable al paso de los siglos. Y bajo los ojos alargados, orientalmente oblicuos, florece en los rostros una misma sonrisa indescriptible: sabia y enigmática, serena y voluptuosa. Focos ocultos iluminan con dinámico arte las figuras, dándoles un claroscuro palpitante de vida.” Lo decía Valle Inclán: a los personajes se les miraba desde arriba como si el creador fuera un dios, desde abajo como esclavo o de frente, a su altura, a los ojos, como un hombre mira. Esta última es la mirada de Sampedro: los personajes, que son más reales que los seres humanos, se construyen desde la dignidad literaria y la dignidad moral. 3. EPOPEYAS DE LA DIGNIDAD La epopeya de la dignidad (social, espiritual, sentimental, natural) que es la obra de Sampedro se halla ya en sus primeros intentos narrativos. En La estatua de Adolfo Espejo el vagón de tren en el que viaja es un mosaico de la vida humana, un fresco del hombre de finales de los años 30. El protagonista, sin ir más lejos, se presenta como una especie de héroe romántico, sensible e idealista, silencioso e introvertido, dueño de una mirada que descubre constantemente los cambios que se operan a su alrededor y dentro de sí mismo. Los segadores, sin embargo, atesoran un haz de conocimientos heredados de la misma tierra, primitivo y auténtico: “Adolfo llamaba trigo a todo cereal verde que veían, sin diferenciar la cabeza violada del centeno, ni la cebada más treceña, ni las barbas largas y el tallo endeble y cabeceante de la avena.” (op. cit., pág. 38). En Sampedro es siempre capital la naturaleza, la descripción afectiva del paisaje. Altos ejemplos encontramos, por ejemplo, en Mientras la tierra gira o Mar al fondo (76-77). Es un maestro en ello, capaz de captar y de sugerir los matices y profundidades más sutiles. En ello, en su lirismo y en su sugestión, nos recuerda en esta obra primeriza al Azorín de Castilla o al Camilo José Cela de Viaje a la Alcarria. Otro lugar común en la el pensamiento narrativo de Sampedro es la indignación ante la falta de sensibilidad, el machismo, la prepotencia o la grosería (54), es decir, todo aquello que suponga un acto de injusticia, una infamia, una inmoralidad. Ante ello, oponme Sampedro desde esta primera novela el “amor”, que es una embriaguez y que es, al mismo tiempo, el inicio del mundo y el descubrimiento de la verdad que hombre y naturaleza entrañan. “Y él participaba de ese entusiasmo de navegante descubridor, de ese pasmo de hombre primitivo que aún mira el mundo como una sucesión ininterrumpida de prodigios. Nunca los había visto por primera vez y ahora, tras esa sacudida del alma, él podía verlos así porque acababa de nacer. Y se sintió ávido de mirar.” (50, LEAE). Esa necesidad de mirar y descubrir originariamente el mundo lo acompaña en toda su obra. En realidad, en casi todas ellas hay un proceso de transformación de un hombre en otro hombre distinto. “¡La Plenitud! ¿Qué es vivir, sino caminar en su busca? Y saber que un día el mundo se ha cumplido en nuestra sangre, haciéndonos a su imagen y semejanza, y fundiendo en nuestro barro los ríos y los vientos y las llamas…” (84) Fusión panteísta, eclosión de la naturaleza en la naturaleza humana. El peor pecado, parece decir, es no crecer, no cambiar, no transformarse, no erigir esa estatua interior que nos acompaña y que necesita ser erigida: “todo menos dejar de combatir” (87). Ese combate es un compromiso con la propia intimidad al tiempo que una huida del torremarfilismo. Y el reconocimiento y la conciencia (existencial, angustiosa) de “el dolor hondísimo de la vida del hombre, el dolor por encima de los acontecimientos, que ni pueden aguzarlo ni mitigarlo. El dolor antiguo que yace en el surco abierto en la carne del hombre por el paso del tiempo.” Recuerda en este existencialismo sentimental, místico, trascendente las ideas narrativas de Mercé Rodoreda (La plaza del diamante) o Carmen Laforet (Nada). De la intromisión y el individualismo, sin embargo, pasa a la unión y al otro: “<Únete a los tuyos. Habla y siente con ellos>. Esta era la voz imposible de desoír sin condenarse a una eterna separación de los hombres. ¡De los hombres, cuyas voces amigas eran tan necesarias! Pero para unirse a ellos era precisa la acción.” (120, LEAE). De nuevo el “ser hombre con los hombres”. Quizá tenga sentido, de forma transversal, aquello que proclamaba José Ortega y Gasset: “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo” de las Meditaciones del Quijote (1914). Lo que nos rodea (física, espiritual, histórica, social, culturalmente) es parte indudable e irrenunciable de nosotros mismos. Mucho hay, por supuesto, del mensaje revisionista y reformista del 98, que sentencia las grandes líneas de la literatura y el pensamiento del siglo XX. La obra narrativa de Pío Baroja o el poema de Antonio Machado insisten en esa dirección de posicionamiento crítico que abarca la realidad en sus múltiples aspectos, con el hombre como punto de partida, como problema y como respuesta. En la obra de Sampedro esa denuncia, esa toma de conciencia se presenta con frecuencia de forma implícita y explícita tangencialmente en toda su obra. A propósito de las miserables condiciones de vida de la gente en el campo: “El lugar, sombrío en torno a la llamita oscilante, ni siquiera era sórdido. Era simplemente mísero y triste, como cualquiera de esas humildes celdas públicas donde nace, come, ama y muere el pobre del campo. Sólo dos aberturas: la ventanita diminuta y la puerta de cristales, con uno sustituido por cartón cortado de un calendario de anuncio. Al fondo la escalera de la vivienda, en el piso superior.” (ERQNLL, 210) Como en esas lamentables y tristes, sórdidas habitaciones de Benito Pérez Galdós o Fiodor Dostoievski, Charles Dickens o Miguel Delibes. En la misma novela, Sampedro apostilla la necesidad de la ve y la valentía en boca del cura de Oterón, ese nuevo San Manuel Bueno Mártir unamuniano, quien habla así sobre Dios –y sobre la Vida– a sus feligreses: “¡Pero no tenemos coraje para esa fe! –clamó-. Somos felices olvidando, nos refrescamos en la cobardía como el pez en el agua, inventando mil maneras de ser cobardes pareciendo valientes. ¡Ay!, antes el santo era fuerte y el pecador era fuerte. Los dos sentían a Dios; los dos se estremecían ante Él; los dos eran dignos de la esperanza. Ahora desplegamos nuestros papeles, nuestras palabras, nuestros libros, nuestras organizaciones, y tenemos bien archivado a Dios, administramos a Dios, utilizamos a Dios, sin mirar nunca de frente, para que no haga imposible nuestra cómoda vida de cobardes.” (96-97). Contra el desprecio del poderoso hacia los demás se pronuncia en infinidad de ocasiones. Un ejemplo de su pensamiento en lo que a tabúes sexuales se refiere lo encontramos en esta conversación entre hijo y padre, en El amante lesbiano: —Únicamente me dolió el desprecio de la gente... —¡El desprecio!... –Rechaza mi padre con la voz más desdeñosa imaginable. El desprecio lo temen los poderosos porque les debilita; ellos prefieren ser odiados porque eso es reconocer su fuerza. Los débiles nos confirmamos en ese desprecio ajeno porque es nuestra identidad. "El que se humilla será ensalzado", lo dicen hasta los que necesitan dios, y es que al instalado en la sumisión no se le puede rebajar más. —No comprendo –me atrevo a interrumpirle. Me contempla benévolo: —Me extraña, con la vida que has llevado. Cuando el sumiso se encara con el fuerte, retándole a que le degrade y el fuerte reacciona maltratando y humillando, hace precisamente lo que desea el sumiso. Es decir le obedece, se convierte en su instrumento, aunque crea estar dominando... Mientras no te desprecies a ti mismo ríete del desprecio ajeno y vive según tu propia verdad. En relación con lo anterior, como eje de toda su obra y su pensamiento, nos hallamos con múltiples reflexiones sobre la dignidad. “Por eso –dice Shannon– lo que quiero respirar para salvarme es la dignidad humana.” (59) La dignidad y el amor. El amor al otro y la salvación en el amor: “En la carnal arcilla del viejo rostro ha florecido una sonrisa que se petrifica poco a poco, sobre un trasfondo sanguíneo de antigua terracota. Renato, atraído por la canción guerrera y por los gritos del niño, la reconoce en el acto. La sonrisa etrusca. " Sobre la entrega en carne viva al otro, en La vieja sirena: Si no rompió tu voz ese gemido que acuchilla la turbia madrugada... es que en tu corazón no ardía la hoguera que llamamos amor. En ella me consumo y es mi grito tu nombre: a ti me abro en carne viva. En Miradas, Navegando entre libros. Sobre la lectura: …mientras yo no pierda los ojos ni la razón, la lectura llenará mis deseos, provocará otros y me descubrirá lo que no sospecho dando a mi limitada vida física perspectivas innumerables. ¡Desdichados los que se privan de estas navegaciones insustituibles, indispensables, enriquecedoras! ¡Abramos sus ojos a la lectura! Desdichado el que no ha asistido al espectáculo abundante, a la comedia humana, profunda, límpida de la literatura de Sampedro, porque en ella está destilada la sabiduría. Desde sus novelas se atisba a lo lejos, muy cerca, un mundo mejor. En sus novelas y sus relatos hallamos nuestra propia salvación y la salvación de los demás. Desde luego, la suya es una lección indudable de creatividad y compromiso, una invitación a ser y estar en el mundo a través de las palabras, el pensamiento y los hechos. En su obra narrativa, Sampedro culmina la poética de la única ciencia posible: la ciencia humana. Lo hace desde el vitalismo y desde la celebración incansable de la existencia y de la Vida, nuestra única Madre. Novela poliédrica, de sentimientos, de ideas, de hechos sociales y políticos, novela psicológica, novela de acción, novela de naturaleza, novela de viajes río abajo, sobre las aguas, novela de aventuras interiores, novelas de océanos y mares humanos, novela de movimiento hacia la plenitud, la justicia y la libertad… Al fin, las novela –como el hombre Sampedro y el hombre de Sampedro– es la medida de todas las cosas. CREDO PERSONAL Creo en la Vida Madre todopoderosa Creadora de los cielos y de la tierra Creo en el Hombre, su avanzado hijo Concebido en ardiente evolución, progresando a pesar de los Pilatos e inventores de dogmas represores para oprimir la Vida y sepultarla. Pero la Vida siempre resucita Y el hombre sigue en marcha hacia el mañana Creo en los horizontes del espíritu que es la energía cósmica del mundo. Creo en la Humanidad siempre ascendente. Creo en la Vida perdurable. Esto, que no es todo, es lo que puedo contarles esta noche. Muchas gracias.